Años que no como en casa. No son mis favoritos los mediodías. Mis compañeros, polluelos alborotados, corren hacia sus gallineros por maíz. Suelo comer con Janis, maullidos, y monosílabos sueltos míos. Luego de horas sin hablar la garganta se cierra, como compuerta de presa que no deja correr un mínimo de líquido, colmada de saliva silenciosa. A veces cocino, sin emoción, Janis reclama un bocado, ambas sabemos que no será uno. A veces voy a una fonda. Incómodo compartir mesa, la gente mastica mientras platica, bombardean cachos de comida, ríen grotescamente, que duela su felicidad. Pero hoy -el sol de frente, quema la piel- cocino entre maullidos y nostalgias.
Otro día. Fin de clases. Veo a mis compañeros alejarse. Mediodía. ¿Ir al departamento? ¿Una torta? ¿Cocinar? ¿Pollo, carne? La mano me sujeta. Javier pregunta – ¿quieres comer en mi casa? ¿Qué responder? Ufano agrega – mi mamá hizo mole. Lo miro como si tuviera opciones, como si sopesara posibilidades. Sonríe expectante. Acepto. Será pollo. La vida, sabe, pienso.
Caminamos. ¿Llevo algo? Pregunto – da pena ir con las manos, y el estómago, vacíos, no –responde, mi abuelo tiene tienda. Llegamos. Abre la puerta, el chirrido rebana la oscuridad de la cochera, me hace pasar. Toma mi mano, no vayas a tropezar, ten cuidado -dice, pero no me explica por qué. Me azota el olor a humedad. ¿Cuántos carros cabrían? ¿Por qué nunca terminamos de cruzar? Se vislumbra un jardín. Afuera se ha cerrado el cielo, me machaca el gorjeo de mil pájaros, nubes prietas se estrujan hasta destazarse, huele a tormenta. Un corredor. Puertas. Entramos, su mamá en el comedor. ¿Dónde me lavo las manos?, señalan la cocina. Voy. Murmuran. Han de tener muchas jaulas, evitan que escuche el cuchicheo. Oscura la casa impregnada del perfume del mole y la boruca de los pájaros. Vuelvo, callan su charla, la mamá me tiende una toalla. Pregunto por las aves. No hay jaulas, estaban aquí antes que viniéramos, es maravilloso, esa enorme parvada (jilgueros, gorriones, canarios, cenzontles), siempre cantando – dice.
En la mesa han puesto sartenes y cacerolas, humean. Los tíos de Javier vendrán en cualquier momento. Todo está delicioso. Uno a uno llegan, uno a uno sirve ella los platos. Saludo sin alzar la vista, no puedo dejar de saborear. La comida hecha en casa me hace recordar la cocina de mi abuela. La emoción brota en mis ojos, pero antes de que se vuelva lágrima, uno de los tíos me pide el salero. Imposible no mirarlo a la cara, imposible contener el escalofrío. Imposible seguir comiendo, pero imposible también dejar de masticar. Mirarlos desorbitadamente hubiera sido descortés, ¿cómo evitarlo? Los tíos tenían un fino plumaje que les cubría la piel. Detrás de sus brazos tenían alas. Eran hombres pájaro. Con el pico recogían porciones considerables de arroz y luego tragaban. El sonido que brotaba de sus gargantas se parecía al de los cuervos.
Me hundí en el silencio infinito. En los platos de todos, arroz únicamente. Yo, la única que comía pollo. Me hundí en sus miradas acusadoras. Otra vez el martilleo del canto, afuera de la casa y en el comedor.
¿Te gusta el pollo? Entorné los ojos, desde la silla de Javier, el pico empezó a abrirse para engullirme.
Cibela Ontiveros