La llegada.

Era una fiesta, de esas que se celebran a puertas cerradas, apenas unos invitados, el vino comprado por aparte, esté no traerá vinagre, no importa el precio. Pronto nos encontraremos con que los panes y las carnes subieron hasta costarnos más de lo presupuestado, el imperio no solo sujeta el cinturón, sino que somete constantemente las cabezas de los creyentes.

Las personas irían al templo. Era el momento para reunirse fuera de los oídos chismosos, pero siempre la plata hace que se constituyan traidores.

Fue mientras compraba las verduras que los sacerdotes se reunieran con Pedro quien juro su lealtad al imperio. Tuvieron que insistirle no más de tres veces.

Los fariseos se gustan entre los mercaderes y el bullicio que implican las ciudades-colonias.

Los invitados llevarían entre sus ropas las viandas repletas de todo aquello que el imperio guardaba para sí, había que encontrarlo en ese mercado negro ajeno a los que pagando impuestos venden creencias por necesidades, convirtiendo en clientes frecuentes a ellos que necesitan limpiarse la consciencia cada domingo.

Se acuchillaban animales, para que su grito inocente conmoviera al dios de nómadas ambiciosos con su implacable padre creador.

Mientras se confunden los conocimientos con la niebla del error que parte de una justificación religiosa, que sería bueno considerarla un ciclope cegado. Nadie ha dicho eso, ¿no?

Sus palabras se confunden con acciones impúdicas.
Sus acciones se confunden con oraciones repetitivas.

Ha llegado la hora de la consciencia.

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